No más corsos

La movida nocturna en todo su esplendor

Se acabó el corso, señoras y señores. En la avenida quedaron los papelitos picados, las serpentinas y las tapitas de cerveza que salieron rodando de las mesas en la vereda del bar de Mañanita. Se fueron los muchachones de saco, corbata y bigotito que se apoyaban en los naranjos de la General Artigas para relojear a las gurisas que empezaban a salir con sus amigas, las hormonas ayudando a moldear los vestidos recién estrenados. Adiós a las barras, las solteronas, las madres con sus nenes, todos poniendo buena cara para salir bien en las fotos de Moroshkin, que recorría el pueblo en su bicicleta roja y saludaba levantando la mano y diciendo «¡Orrai pu pu!» con una sonrisa gigante en la cara redonda y coloradota. (Gracias, Moroshkin. Gracias a usted nos quedaron algunos cartones en blanco y tonos de gris con momentos de la vida en los gloriosos años sesenta, esos años que se disolvieron como el jolgorio de las comparsas, el paso de los cabezudos y la murga La Rusada con el Negro Silveira al redoblante, como usted mismo en su humilde casa en el barrio de los pinos, frente a los arenales que también se fueron.) Se terminaron los chistes de Susana Horia y Elba Surero, los pomos de agua, el gordo Zastopiev disfrazado de vendedora de empanadas.

Se acabó el corso, señoras y señores, hasta el año que viene, hasta que los carros y los sulkis traigan rubias sonrientes disfrazadas de chinas y gauchos con apellidos rusos y se escuche un castellano moldeado a fuerza de años de agachar el lomo en las chacras con peones criollos, vender verduras en la ciudad, tomarse unas copas entre paisanos de rastra y espuelas en el boliche de la Cooperativa, ver al médico, pagarle al escribano, hacer trámites, ir al banco, pedirle fiado al almacenero, hacer trámites, llamar al electricista, conversar con el mecánico, hacer trámites. 

Qué carnavales. Bailes en la planchada del puerto, gurises enmascarados, las estrellas apenas visibles por el resplandor de los focos, un cerco de tablas para que los borrachines no se cayeran al río. Amores consagrados, amores en ciernes, traiciones y despechos. La murga hablaba pestes del magnate Kuznetsov y todos sabían que Kuznetsov le pagaba al letrista para que nadie dejara de hablar de él en esos tiempos sin radio ni publicidad. Papel picado, serpentinas. Mucha gente.

Y un día no llegaron más los carros ni las chinas rubias ni los ispantsi disfrazados de rusos. No más corsos. Nunca más.

Por esta misma esquina pasaban las carrozas y ahora no andan ni los perros.



 

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