
El temporal de santa Rosa me agarró por el camino, pero cuando bajé del ómnibus en la esquina de Carlitos Podstavka y arranqué derecho para la casa del Viejo ‘e las casas, media cuadra por la vereda de enfrente, ya no llovía tanto y apenas me mojé.
Esa recorrida se había hecho rutina desde que me fui a estudiar a Montevideo. Cuando volvía a la Colonia lo primero que hacía era ir a su casa. Después de saludarnos sacaba una silla ratona de la antecocina y me preguntaba, sonriendo, «¿Una copita?» Hay gente a la que le cuesta acostumbrarse a los rituales, pero éste se armó solito, con naturalidad y sin esfuerzo. Nunca me pude negar. Se ve que lo tenía en los genes. Me tomaba unos vasos de timoshenko y después de charlar un rato enfilaba para la calle de las casuarinas. «Ya estuviste en la casa de tu abuelo», me decía mi madre con tono áspero cuando llegaba y le daba un beso. Eso era la segunda cosa que me pasaba al volver a la Colonia.
Para la historia de las matanzas y carnicerías humanas, Semión Konstantinovich Timoshenko fue un militar ruso nacido en Besarabia que peleó en la primera guerra, en la revolución rusa y en la segunda guerra mundial. Para la historia de las bebidas alcohólicas, timoshenko es lo que preparaba mi abuelo. Azúcar quemado, agua, alcohol, en cantidades a gusto del operario. Así de simple. Yo le compraba el alcohol rectificado en la farmacia y a veces en lo de Emilio el contrabandista.
Al principio tomaba conmigo y entre trago y trago me hablaba de su vida mientras su mirada azul se perdía entre las hortensias que tanto le gustaban a mi abuela. Cuando empecé a viajar ella ya no estaba. Mi abuelo era de Ceaderlunga, en ese entonces remoto un pueblito de Rumania. Hoy es una ciudad pequeña de la República de Moldova. Los dos eran gagaúces, cristianos ortodoxos orientales que hablaban un idioma de la familia turca. También sabían ruso. Todavía conservo los evangelios a dos columnas, en eslavónico y ruso prerrevolucionario, que me dejaron de herencia.
En esas charlas me hablaba de su trabajo en los trigales y los viñedos, del tren que atravesaba Ceaderlunga, de las verduras que salaban antes del invierno para sobrevivir, de la nieve y de los dedos que se quedaban pegados a los pestillos de las puertas.
Cuando le tocó hacer el servicio militar lo mandaron dos años al oeste. Estuvo como ayuda de cámara («valet», me decía) de un oficial. Entre prácticas de tiro, marchar marcando el paso y otras rutinas militares le acomodaba la ropa, le lustraba y cepillaba los zapatos y las botas y aprendía rumano. Lo aprendió bien, me decía, sonriendo, porque cada vez que se equivocaba el oficial le daba una cachetada. Esa fue su primera incursión en las lenguas romances.
Nunca le pregunté si había peleado en la primera guerra. Bien pudo ser uno de esos gurises que todavía no saben limpiarse el culo y ya tienen un fusil en las manos. Quizás hasta había matado a alguien. No sé, no me dio el cuero para sondear esa parte de su historia.
Después de la guerra no hubo mucho que pensar, casado con la baba Duña y con dos hijos, cuando llegó un agente de una compañía que reclutaba trabajadores para ir a Brasil, un lugar donde se podía vivir y trabajar sin pasar penurias. Varias familias se subieron al tren y cruzaron Europa hasta las costas del Báltico y de ahí, en la panza de un barco lleno de pobres, hasta el puerto de Santos.
Empezó bien el estudio de las lenguas romances gracias a los sopapos del oficial rumano. De ahí al portugués, un paso. Sin lecciones, sin libros, sólo escuchando, repitiendo y memorizando, aprendió un nuevo idioma. Terminó siendo el intérprete de los otros vecinos de Ceaderlunga que quisieron hacer la América.
La compañía que lo sacó de Besarabia tenía contactos con hacendados, industriales y empleadores del área de São Paulo. Todo el tiempo llegaban masas de europeos que llenaban los barracones de inmigración antes de desparramarse por la costa, el nordeste y el interior. Los trabajadores iban y venían, y él, conversador y ya baqueano en el idioma, decidió que no iba a ir a las fazendas de los coroneles. Los japoneses que volvían con las manos más cortas no precisaban hablar portugués para explicar que unas moscas ponían huevos debajo de las uñas y que al poco tiempo las larvas y las infecciones se llevaban algunas falanges.
El ferrocarril que se estaba abriendo camino entre los morros precisaba obreros. Terminó trabajando con una barreta y un marrón para agujerear la roca y preparar el espacio para el cartucho de dinamita que colocaba el capataz. Después de la explosión cargaba las alforjas de los burritos («buritos», me decía) que llevaban las piedras hasta el llano. A veces la mecha no tenía el largo justo y algún capataz desprevenido terminaba con las tripas al sol, hecho intrascendente que alteraba muy poco la monotonía del ciclo de los «buritos» que iban y volvían solos.
Al año llegó la noticia de que en Uruguay había una colonia de agricultores del Cáucaso y cuatro familias decidieron probar otro futuro. Volvieron al ruso, que era su segunda lengua gracias a la iglesia ortodoxa y a la geografía, y entraron al Uruguay desde Artigas.
Llegaron a Paysandú y se embarcaron en un lanchón que era a la vez barco de carga, pasajeros y correo. En esa época hablar ruso facilitaba instalarse, ponerse a trabajar, desarrollar relaciones sociales y comerciales.
En la Colonia, donde había tanto para hacer, mi abuelo aprendió talabartería viendo trabajar a un criollo viejo. Consiguió un préstamo y compró una chacrita donde criaba chanchos y preparaba los embutidos que vendía en los pagos del memorioso Funes, unos cien kilómetros al sur. Sin carreteras ni transporte público, cargaba un bote con sus productos y se dejaba llevar por la corriente. A la vuelta volvía a puro remo.
Un buen hijo de Besarabia, con tierra a la mano y en un clima favorable, no puede no tener su viñedo. Conservo una foto en la que aparece tomando un trago mientras mi tía María, como una diosa grecolatina con la cornucopia en las manos, sostiene una fuente desde la que desbordan los racimos. Cuando tuve edad para entender ya no había más chacra ni parrales, pero pude escuchar elogios de algunos veteranos que habían probado su vino. Y como es difícil perder las mañas, a falta de uvas el mañoso de mi abuelo se puso a hacer vino de ciruelas. Tenía tres o cuatro damajuanas en el galponcito, pero, sin despreciar, me gustaba más el timoshenko.
El fondo del terreno daba de todo: naranjas, tangerinas, bergamotas, limones, granadas y nueces. Ahí se asaban los corderos, el shashlik y otras carnes para las enormes comilonas familiares cada primero de enero, cuando se juntaban sus cinco hijos y yo me pasaba el día jugando con mis primos.
Siempre nos llevamos bien. De chico nunca escuché gritos ni rezongos. Me daba caramelos y plata y sonreía siempre. Mi abuela también hacía lo mismo, pobre, temblando su Parkinson en una silla al lado de la ventana de la cocina. De grande me conmovía verlos mientras hablaban en ese idioma que compartían con seis personas y nadie más. Tuve la intención de aprenderlo y después de horas y horas de preguntas y respuestas llené un cuaderno con palabras, verbos conjugados y expresiones que transcribí con una ortografía inventada, sin lograr retener más que algunas pocas cosas.
Al Viejo nadie le negaba el saludo. Tuvo muchas visitas de políticos que querían intercambiar favores, pero nunca quiso aceptar la ciudadanía que le ofrecían. Lo llamaban los blancos para hacer shashlik y allá iba, lo llamaban los colorados y lo mismo, pero no tenía credencial. En eso coincidíamos: pobres pero independientes.
Se fue quedando solo y se fue volviendo más taciturno. En São Paulo el tifus le había quitado a un hijo. Al morir mi abuela le propusimos irse a vivir con nosotros pero no. Tenía demasiado arraigada su vida a ese caserón, al galponcito donde había montado su negocio de talabartero, a los frutales y a las hortensias. Después les tocó el turno a mi tía, al otro tío nacido en Besarabia, a mi padre. El Viejo aguantaba los golpes y seguía con su vida, carpiendo el fondo, arrancando naranjas, preparando su caliburato.
En nuestras conversaciones los silencios empezaron a hacerse más prolongados, los comentarios sobre los detalles insignificantes de la vida más esporádicos y la insistencia en que le presentase una compañera la próxima vez que fuese a la Colonia más y más recurrente. Yo, sin un perro que me ladrara, no hacía más que sonreír con resignación mientras le decía que sí, que ya llegaría, y cuando llegó nunca supe de qué hablaron mientras fui al almacén de Shikalov a buscar queso y fiambre para acompañar el timoshenko.
Esa noche de santa Rosa tuve ganas de hablarle de todas las cosas pendientes desde que mi padre enterró mi cordón umbilical a la sombra de uno de los naranjos, del miedo que tuvimos todos en la dictadura y que no le comentamos para no preocuparlo, de las tardes de cerveza y risas en el patio cuando volvía de Montevideo en verano, de los evangelios que siguen ahí, incomprensibles.
Le puse una de estas manos en la frente. No tenía sentido decirle nada. Ya no me podía escuchar, ensimismado y frío, como volviendo a Besarabia en invierno.