El brujito que hizo bulka bulka

El dieda Goioio era empleado de la Dirección de Vialidad del Ministerio de Transporte y Obras Públicas. Cerca del arroyo Bellaco, subiendo por la ruta 24, estaba «el campamento» donde trabajaba de lunes a viernes. Como mi abuelo era muy atravesado para hablar, seguramente quería decir «el destacamento». Cuando conocí el lugar, años después de la desaparición del Brujito, vi que las construcciones no tenían nada de eventual. Ladrillos, revoque prolijo, techos de chapa, pisos de portland, cocina, dormitorios, talleres y galpones. De campamento no había nada. Todo estaba hecho para durar. Era un pueblo en miniatura y los habitantes, todos hombres, vivían ahí de lunes a viernes, salvo los serenos, que se rotaban para aminorar el clavo de los fines de semana.

A pesar de la carga de vejez gastada que tiene la palabra, mi abuelo estaba en buenas condiciones. Los lunes de mañana sacaba la bicicleta (una Phillips inglesa, puro fierro duro, frenos con varillas: un tanque) y arrancaba para el campamento. Pedaleando con ganas, en tres horas estaba ahí. El viernes de noche lo teníamos en casa.

Te voy a traer un alemancito para jugar —me prometió una vez. Yo no sabía qué era eso—. Un nene que vive en la Colonia Alemana —me explicó mientras abría el bolso y sacaba regalos, carne de la estancia San Ramón, huevos de ñandú que había encontrado en sus recorridas por los campos. Para mí, gurí chico que nunca salía del pueblo, escuchar “Colonia Alemana” fue como si me hubiese hablado de la Luna—. Es un pueblo como el de nosotros pero la gente habla un idioma que se llama alemán. Esa colonia está cerca del campamento y tiene muchos alemancitos —dijo.

Cada viernes le hacía la misma pregunta:

Dieda, ¿cuándo me vas a traer al alemancito?

La semana que viene— contestaba, y sonreía.

Mi abuelo tenía sus rutinas. Dilatar el encuentro con el alemancito era una. Otra era medirme. Esa operación tenía lugar en la enramada, contra uno de los postes que sostenían el techo. Había uno, cilíndrico, del lado de la cocina, y otro, prismático, frente a la ventana del cuarto de la siesta. Apenas vaciaba el bolso me hacía parar contra el prisma, sacaba una cuchilla grandota del cajón del aparador, me la ponía de canto sobre la cabeza y hacía una marca en el poste. Cada vez que volvía del campamento festejaba mi progreso.

Las marcas iban subiendo, yo leía los treinta volúmenes de «Lo sé todo. Enciclopedia documental en colores» de la editorial Larousse que mi padre me había comprado en la Librería y papelería Bogrishev (Anexo: revistas y juguetes), ataba unos cables a un balde viejo y se lo enzoquetaba en la cabeza al dieda para buscar perlas en el fondo del río o viajar a las estrellas, trituraba campanillas azules para hacer pintura, quemaba azufre para matar las mosquitas que infestaban el baño entre los eucaliptos, pero del alemancito ni rastro.

Al dieda Goioio le encantaba contar historias. Lo hacía con mucha gracia. Inventaba mundos que me envolvían y me hacía vivir todo tipo de aventuras con diferentes personajes. El más activo era el Brujito. En los cuentos de mi abuelo, el Brujito hizo esto, el Brujito hizo lo otro, el Brujito pronunció unas palabras mágicas, el Brujito se fue volando, siempre el Brujito, siempre presente, siempre invisible, como el alemancito que iba a venir a jugar conmigo.

Un fin de semana mi abuelo sacó la bicicleta del galpón. Hizo girar las ruedas, inspeccionó el juego de los ejes, ajustó el plato y el manubrio. Después caminó hasta la morera blanca. Era un árbol enorme entre cuyas ramas y tocones se guardaban fierros viejos, pedazos de objetos que alguna vez sirvieron para algo, botellas, herramientas. Vi con terror que iba derecho a una lata que tenía aceite de máquina. Me dio frío. Se la había vaciado unos días antes para hacer un experimento.

Ese hombre alto, grande, flaco, con una camisa azul, abrió la lata. La revisó por dentro y por fuera, se quedó pensando unos segundos, dio vuelta la cabeza, me clavó los ojos y me preguntó:

Iulka, ¿sabés qué pasó con el aceite que estaba acá?

Reaccioné como correspondía, enérgico y convincente:

¡Sí, dieda! ¡Vino el Brujito, hizo «bulka bulka» y lo volcó!—dije, imitando el sonido que había hecho el aceite al salir del envase, y me quedé serio.

Mi abuelo miró la morera, me clavó los ojos de nuevo y, sin decir nada, se fue a seguir con sus cosas llevándose la lata vacía.

La semana siguiente, cuando volvió del campamento, me dijo que el Brujito se había hecho amigo del alemancito y ya no iba a volver a visitarnos.

¡Quiero leer más escritos!

Avisame cuando publiques uno nuevo.

Esta entrada tiene 4 comentarios

  1. Eliana Caula

    ¡Ese Brujito haciendo de las suyas!
    Hermosa historia.
    Saludos desde Uruguay.

    1. Omar K.

      ¡Muchas gracias, Eliana! Saludos.

  2. Miralda

    ¡Noooooo! Pero, ¡cómo! ¿Así nomás? No, Abuelo. usted me trae al alemancito o se lo va a llevar el Brujito.

Deja una respuesta